Yo ya conocía el mundo desde antes; me creía la muy-muy, como tantos otros, pero la pandemia me enseñó a observar en vez de mirar, a escuchar en vez de oír y a pensar en vez de hablar.
El paisaje es el mismo, pero no es igual. La gente que pasa frente a la ventana de mi casa, lleva un trapo en la cara que le cubre la mitad de la alegría o apatía —porque hay días buenos y malos—.
Ignoré los rostros de transeúntes o vecinos tantas veces porque pensé que siempre estarían ahí, pero ya no distingo quién es quién y me arrepiento de no saludar a todo el que pasaba frente a mí porque ahora el mundo es mucho más silencioso.
Lo más nostálgico es que tantos ‘cafés o chelas’ pospuestas para ponerme al tanto de la vida de mis amigos ahora sí no pasarían definitivamente, no por mis constantes pretextos, sino porque el mundo se va a acabar, o al menos eso dice mi abuelita.
Pasan menos personas y más ambulancias, ya sea por algún enfermo grave de COVID-19 o por otro feminicidio porque la cifra no disminuyó a pesar del encierro.
El hombre sigue creyéndose con el poder suficiente, ese que le había dotado la cultura desde hace siglos, de quitarle la vida a una mujer porque ‘la ira los cegaba’ o ‘perdían el control’ y demás babosadas que justificaran el acto atroz.
El dinero dobló su valor, ya que varias familias comenzaron a hacer malabares para desprenderse de gastos hormiga o al menos eso atestiguo yo detrás del vidrio porque los pocos que pasan, llevan bolsas de mandado más pequeñas y hasta algunos van pegando los ojos al piso, aunque solo uno tuvo la suerte de encontrarse una monedita tirada que seguramente antes habría desdeñado.
Muchas empresas redujeron los salarios y los platos en las mesas cambiaron; encima de algunos manteles ya casi no sirven carne o la intercambiaron por salchichas, a pesar de que la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) reveló que estaban hechas de 74 por ciento agua, pero no es la primera vez que nos autoengañamos.
Afuera de mi casa hay unos perritos callejeros que se pelean por los huesos robados de las bolsas de basura de unos condominios cercanos y a estas alturas me pregunto si llegaremos a ese punto nosotros, porque todo indica que la situación no mejorará en un largo rato.
Siempre odié el sol y usaba una sombrilla todo el tiempo para no verlo ni recibirlo, ahora aprovecho los rayos que atraviesan mi ventana de siete a once de la mañana —porque después de esa hora dañan o eso me repite mi mamá constantemente porque lo escuchó en un programa—.
Me doy cuenta de que somos una mancha microscópica flotando en el espacio —y por mancha me refiero al planeta, ni siquiera a uno mismo— que no es invencible, sino por el contrario, débil y muy pequeña.
Sin duda alguna, la vida sigue, aunque no para todos y sea otra porque ya no hay sonrisas o abrazos y miren que no estoy acostumbrada a tantos porque #AllByMySelf, pero hasta yo, un ser egocéntrico y amargado, extraña poder ver a sus ‘amigues’, saludarlos de beso en el cachete y reírse un rato con o de ellos.
Siempre me asomo a la ventana para recordar cómo es el mundo, suspiro al pensar cuándo fue la última vez que miraba las cosas sin interés y pasaba de largo. También pienso que el 2020 debe estar siendo escrito por algún poeta trágico griego, pero bueno, al menos no quedó en manos de Lovecraft, ¿se imaginan?
Este texto fue publicado originalmente en El Diario de Finanzas.
Portada: Unsplash y Archivo Cuartoscuro
Interiores: Unsplash y Pixabay