Llegaba a casa de mi abuela materna, donde solo estábamos Angélica (mi prima), Iván (mi esposo) y yo.
Los tres oíamos claramente cómo pasaba alguien caminando arrastrando una maleta; incluso, al observar la ventana, logramos percibir parte del veliz. Iván salió por el jardín para ver si había alguien, pero sabíamos que no.
Aunque era de noche no se sentía su frío, el que casi siempre padecemos cuando estamos solos, aunque sí algo que nos invadía poco a poco.
Angélica y yo vimos que, en efecto, las llantas de aquella maleta estaban marcadas en el piso, pero no había charcos ni lluvia, solo aquellas huellas, como mordida chueca en el paso. Entonces giramos a la izquierda para ver a dónde llegaban las marcas y fue cuando de entre nuestras sombras salía una tercera, que forzaba su figura para que notáramos una capucha y una guadaña, ella quería que supiéramos de quién se trataba, por eso tomaba, de la manera más burda, la imagen que le había dado el hombre.
Sin decir nada, pero entendiéndolo todo, Angélica y yo entramos a la sala mientras veíamos si ese extraño llegaba e intentaba entrar, ni siquiera nos tocamos las manos, pero nos sentíamos abrazadas la una a la otra.
Pensábamos que venía por un tío y yo recordaba que antes lo había soñado, que él moría, así que traté de explicárselo a mi prima y, de pronto… Ella (la muerte) estaba en la casa, del otro extremo y venía poco a poco hacia nosotras; Angélica no lo sabía, pero yo la sentía, muy dentro de mí caminaba al paso de mi agitado y pesado palpitar.
Cuando estaba a mitad de mis sueños (los que intentaba contarle a Angélica sobre que la muerte venía por nuestro tío) mi columna comenzó a sentir cómo se apretaba de abajo hacia arriba por un frío que me rompía, cada folículo en mi piel y cabello se levantaron como si quisieran defenderse; ella ya estaba aquí.
Cuando le quise hablar a la recién llegada, Angélica parecía no verla y, solo unos instantes después de que me preguntaba qué me pasaba, el tiempo se detuvo.
Yo sabía que no le podría rogar porque se fuera y, sin embargo, por caridad quería despedirme.
Le dije que sabía que era imposible persuadirla para evitar lo insoslayable, pensé en los eónes que ha estado en la Tierra y las personas que le pedían tiempo y trataban de sobornarla, —yo era un ser más en la lista y, pese a ello, me regaló lo suficiente para hablar—.
‘En mi vanidad, como todos, quisiera no dejar una imagen tan mala, pero este es el final’, ella no decía nada, sabía lo que le pedía y me permitió ver a mi lado a Iván; entendí que todo lo que me da no es ni la mitad de lo que le he brindado yo (a mi esposo). La nostalgia inútil me ganó. Entonces, ella me habló y me dejó mirarla, pues hasta ahora solo la sentía, pero no tenía forma estando ahí conmigo.
No recuerdo su cuerpo, pero sí su rostro. Yo sabía que tomaba el aspecto del ser que quisiera y me mostró una faz humana, algo madura, de un hombre de color, pero yo sabía que no tenía sexo ni edad.
Sus ojos apaciguados me miraban al tiempo que sonreía y me decía que no me iría ahora. Yo no sabía qué pensar; incluso, había olvidado agradecerle ese lapso que, aunque estaba detenido, sabía que era mucho y poco a la vez, pero más mucho.
Me decía que mi tiempo sería ‘a mis veintes’, entonces me confundí aún más y le dije que ya tenía 29 años, ella sacó una risa leve, pero no era de burla -en verdad estaba charlando conmigo-, y me dijo ‘aún no es tiempo’.
Sabía que le quería hacer preguntas pero que no las diría, así que ella me dijo que aunque no quería tener hijos lo haría y los vería crecer.
De pronto, nos colocamos en la ‘realidad’… Iván estaba trabajando y le decía a ella que si podía usar un poco su computadora para publicar una nota y ella se la prestaba. Noté que tenía una clase de Facebook y WhatsApp abierto con varias conversaciones en diferentes idiomas, entonces le pregunté cuál era su favorito, aunque después me sentí algo tonta y le dije que entendía si era uno que no conociera porque era de otro mundo, universo o qué sé yo. Ella seguía ahí, sonreía y bromeaba, me estaba dando más de lo que le podía pedir.
Después de un rato le quise tocar el hombro, como si quisiera ofrecerle algo mío, pero ella me miró con temor y me dijo ‘¡no, por favor! Si lo haces…’, en ese momento me tomó ligeramente con sus manos, que inexplicablemente no eran frías aunque tampoco cálidas, por la espalda para mostrarme que cualquier roce quitaría poco a poco la vida… Yo me sentía cansada y me agachaba, por ello me soltó. Después de eso, le pregunté si morir dolía y ella nuevamente sonrió.
Portada: D. R. H.
Fotos interiores: D.R.H.